Los círculos hambrientos del alma, parte III

Los círculos hambrientos del alma. Parte III.

Samuel salió del trance flotando en posición fetal, como el niño de 2001: Una odisea del espacio, buscando su virilidad, intentando recordar que alguna vez tuvo cuerpo. Empezó a tomar forma con el recuerdo de lo que fue antes del terrible suceso, como habían hecho las demás chispas, como si la memoria misma tejiera su cuerpo con hilos de luz temblorosa. Estaba en un gimnasio, en una cama enorme. En la otra, entre pétalos de rosa que apestaban a formol, estaba Lucía. “Ella también está aquí”. Intentó decirle algo, pero no le salieron las palabras. Igual es que cuesta un poco habituarse a estar muerto.

Capítulo III: Juntos, café para dos, amor en buena compañía.

Ella había llegado antes a otro lugar. Deambulaba confundida por una tienda de ropa con pasillos que se alargaban como intestinos. Habría asegurado que era El Corte Inglés, pero sus ojos aún no se habían aclimatado. Un dependiente la cubrió con una gran gabardina. Era de un tacto suave. La notó en toda la piel.

—No puede ir desnuda en esta tienda, señorita, acompáñeme, rápido —dijo, arrastrándola a los vestuarios—. Espere aquí, por favor, le traeré ropa conveniente. Mejor que no la vean, no parece tener con qué pagar.

Ella se observó en el espejo. Estaba majestuosa. La luz parpadeó unos instantes.

El reflejo del espejo le devolvió ahora una anciana marchita, con los ojos como pozos abandonados a su suerte en los que la gente echaba su basura. Su cabello parecía el nido deshabitado y desaliñado de una cigüeña muerta. Se asustó. Retrocedió, pero su reflejo no.

La luz se apagó y encendió de nuevo, como un latido. El lugar pestañeaba.

El reflejo volvía a ser el suyo.

El chico regresó, cerrando la puerta tras de sí, con la ropa. Todo parecía encajar a la perfección en su cuerpo, demasiado bien.

Ella lo provocaba mientras se probaba las prendas; dominaba el arte de la seducción. En vida había disfrutado de muchos amantes y siempre le habían tentado los hombres de piel oscura. Él, en cambio, estaba adorable intentando ocultar lo evidente, pero sus ojos lo traicionaban.

—¿Puedo quedarme la gabardina? Me gusta más que esta chaqueta —dijo ella, mientras intentaba quitársela sin éxito.

—Claro, te ayudo —respondió poniéndose manos a la obra. La cremallera no cedía, se revolvía como si tuviese vida. Finalmente, le sacó la ropa sobre la cabeza. La cremallera siseó como una serpiente y se marchó reptando bajo la puerta, dejando un rastro húmedo sobre el suelo, donde cayó entonces la chaqueta.

La proximidad y, quizás, el agradecimiento de ella quisieron que hicieran el amor salvajemente en el probador. Intenso y breve, no hubiese esperado otra cosa de un encuentro así, solo que parecía que con cada embiste perdiese algo de vida, que la consumiese por dentro.

Cuando intentó vestirse de nuevo, vio en el espejo otra vez a la anciana.

Era ella. Tenía la piel con arrugas que recorrían todo su cuerpo como viejas cordilleras castigadas por el tiempo, bolsas en los ojos del color de la fosa de las Marianas, patas de gallo que parecían de avestruces australianos, canas blancas secas como depósitos cálcicos del jurásico…

Se vistió rápido, asustada. No quería que la viesen así. No quería verse así. “¿Cómo era antes?”.

El chico había desaparecido. Tenía que salir de allí. No entendía qué había pasado. Cómo podía haber hecho algo así.

Afuera encontró una sala con dos camas enormes. Parecía un gimnasio. “Pero… estaba en una tienda…”, pensó. Las camas parecían acercarse y alejarse. El suelo no se sentía sólido, era blando y tibio, como si la tarima en sí respirara. Se acercó a una de las camas, cubierta de pétalos rojos. El aire olía a flores de tanatorio y polvo de hierro, como si alguien pretendiera soldar las flores a la muerte.

En la otra cama estaba Samuel. “¿Qué hace él aquí?”. Se sentó en la cama, cabizbaja, aprovechando que él no se había dado cuenta. Un policía se acercó y le puso unas esposas. Seguramente la habían oído, pero no podía decir nada, tenía a su marido a unos metros.

Se volvió hacia él. “¿Qué hacemos aquí los dos? ¿Qué es este lugar? Él no parece viejo”. Se miró bajo la falda. Ya no estaba arrugada. Volvía a ser ella, solo que con más miedo. Siempre había temido la decadencia. Y ser invisible.

Al chico se acercaron dos gemelas en bikini, de senos turgentes, inquietantes, demasiado iguales, hasta pestañeaban a la vez. Una de ellas le tocó el hombro. Él se sobresaltó. Una se sentó en la cama, y la otra sobre sus piernas. Cuanto más se las intentaba quitar de encima, más jugaban ellas con él.

Lucía no sabía qué pensar. Ella misma acababa de hacerlo. Y encima, estaba detenida. Frente a ella, una docena de hombres con batas blancas la observaban ahora. “Deben ser médicos, pero, ¿por qué no parpadean?”.

Llegó otro hombre. Oscuro. Tenebroso.

—¿Qué es este lugar? ¿Puedo ir con mi marido? Tengo mucho miedo —le preguntó.

—No tengas miedo. El miedo es peligroso aquí —dijo él, con una voz profunda, una melodía hipnótica que le provocó un escalofrío que recorrió toda su columna vertebral.

El jaleo que armaban las gemelas con Samuel la hizo girarse un instante. Jugaban con él. El chico ya no se resistía. Participaba activamente.

—Te conozco. Solo hay una persona que me provoque ese repelús. Tú eres… —empezó a decir, mientras se volvía de nuevo, pero él había desaparecido. Tan siniestro como tranquilo, tan reconfortante como espeluznante; tal como vino, se fue.

El policía le soltó las esposas y le sujetó las manos sobre la cabeza, tumbándola en la cama. La gabardina se abrió completamente y uno de los hombres empezó a hacerle un masaje. Ella quiso decir no, pero la excitación que le provocó no dejó que su boca emitiese ningún sonido.

Cerró los ojos. Sentía como decenas de manos masajeaban cada rincón de su cuerpo. De vez en cuando le daban la vuelta, como a las tortillas, como si levitara, y seguían masajeándola. Si la estaban cocinando, ella disfrutaba de cada incisión que el cuchillo de la lujuria sajaba en el banquete de su propia desintegración.

—Samuel —dijo, lamentándose, pero nadie contestó—. Se giró hacia la otra cama. Samuel no iba a decir nada. Las chicas no habían perdido el tiempo. “Mejor, yo no sé cómo escapar de aquí”.

Las chicas estaban haciendo el amor con él. Jugaban con él, lo pasaban bien. Samuel sentía como disfrutaban, como acariciaban su cuerpo, su cara, haciéndolo sentir deseable. 

—Siempre serás suficiente para nosotras, eres el mejor —creyó escuchar.

Lucía se dejaba hacer. Como expertos cartógrafos, esas manos hábiles eran capaces de encontrar cada punto sensible del territorio de su piel y activarlo, haciéndola suspirar y gemir. Al final no pudo resistirlo más y también hizo el amor con uno de ellos, después con otro, ruidosamente. No sabía cómo parar. No quería parar.

—Conmigo nunca ha sido tan fogosa —dijo Samuel—. Aquí hay algo que no está bien.

Samuel no estaba bien.

Su sexo perdió su firmeza. Las chicas intentaban animarlo, sin éxito. Perdieron interés en él. Ignorándole, tumbadas en la cama, jugaban sensualmente con sus cuerpos.

De pronto, una mujer rubia, delgada, alta, con unas piernas interminables y una carita de ángel celestial le cogió de la mano. Tenía una voz tan dulce que habría sido capaz de convencer al mismísimo cancerbero del infierno de que le dejara marcharse, si así lo hubiese querido. No era el caso; prefería consumir almas.

—Aquí, todo es más intenso, cielo, ven conmigo —dijo, y lo sentó en una silla que había entre las camas. Empezó a besarle, a seducirle, y le devolvió el ánimo necesario para hacerle el amor.

Ella los veía, los tenía al lado, sabía que la excitación lo había traído de vuelta. Cuando a él se le metía en la cabeza el miedo de ser insuficiente, ella misma nunca había conseguido recuperarle. “Aquí hay algo que no está bien”, pensó.

Lucía no estaba bien.

Yacía triste sobre su lado izquierdo. De su boca caía un hilo de sangre. Se dio cuenta y se tocó con los dedos, para descubrir un diente caído. Tosió. De su boca brotaron pétalos de rosa empapados en sangre negra, marchitos como si hubieran florecido dentro de un cadáver. “No, no, no… otra vez no”. 

Pero era tarde. Las piernas se habían encanijado hasta volverse ramas secas que apenas sostenían la carne. La piel pálida formaba arrugas en jirones de arriba abajo. El pelo se tornaba blanco, los pechos se caían flácidos, la barriga distendida mostraba las inclemencias del tiempo y la vejez.

Samuel estaba como ella. Escuálido, blandengue, demacrado, viejo, ya no era suficiente.

Todo el mundo se apartaba de ellos con cara de asco.

—Huelen a viejo —dijo alguien, mientras todos se marchaban apresuradamente.

Parecían dos judíos recién liberados de algún campo de concentración en la Segunda Guerra Mundial. Ella se acercó a una pared con un espejo. Samuel fue tras ella.

En el espejo encontraron dos viejos tristes, débiles, acabados.

Detrás de ellos, unos operarios despejaban y limpiaban el suelo con haraganes. Dos equipos de baloncesto se preparaban para competir y el público llenaba las gradas. No hacía falta que se taparan; la gente, sencillamente, ni los veía.

Samuel tenía ante sí a una Lucía que se rompería en sus brazos, al tiempo que se le clavaba como un puñal su propia impotencia. Lucía enfrentaba un Samuel muerto, valga la redundancia. Los dos se repelían mutuamente.

Súbitamente, él cogió su mano; no podía soportar el dolor de verla así. Y ella cambió. Volvía a ser como antes. No con la exuberancia reciente, solo ella, nada más. Samuel también.

—No mires los espejos, vámonos. Todo es horrible, pero al menos estamos juntos —dijo, llevándosela de allí, mientras los reflejos mostraban dos ancianos alejarse en silencio.


El Amo Luc las observó desde la distancia. Cuatro almas suspendidas, cada una atrapada en su propio eco. Mateo aún se lamía las sombras del hambre. Isabela buscaba algo de valor que poseer. Samuel y Lucía retorcían deseo y miedo entre carne y ceniza. Todos eran fragmentos rotos de una misma explosión: el suceso.

Capítulo IV: No hay ningún infierno, solo el que traigas dentro.

Lucifer avanzó despacio, sin emitir ruido alguno. A su paso, el vacío parecía reconocerle. La nada, incluso, se inclinaba ante él. Había esperado demasiado; no por obligación, sino por afecto. Por diferentes motivos, había compartido con ellos vida, trabajo, ilusiones y tiempo. Tiempo… al final, solo el tiempo dedicado indica cuánto amor hubo entre las personas. 

Esa tarde iba con Isabela a una feria de inversionistas. Iban a lanzar una nueva criptomoneda, SoulCoin. Se reían mucho con bromas sobre los eslóganes: “Invierte en lo eterno”, “El activo más puro del mercado”, “Tu token más profundo”. Estaban muy ilusionados.

Luc, siempre que podía, enchufaba a Mateo. Sabía que tenía muchos gastos y le venían bien estos trabajos. Mateo cortaría el jamón ibérico en el stand. También iban sus amigos Samuel y Lucía, de invitados. No era solo que le cuidaran el gato cuando se iba de vacaciones. El gato estaba tan a gusto con ellos que después de cada viaje no quería volver con él.

Así había comenzado todo.

—Curioso —dijo Luc, más para sí que para ellos—. Una pequeña explosión y toda la eternidad para extinguirla.

Las almas comenzaron a moverse, atraídas hacia su voz. Eran volutas de niebla consciente, cada vez más tenues, apenas sostenidas por el recuerdo.

—¿Qué lugar es este? ¿Por qué no acaba? —preguntó Mateo con hastío.

Luc sonrió.

—No acaba porque no existe. Nada de esto existe. Ni el dolor ni el placer. Todo lo que hayáis visto y experimentado lo habéis creado vosotros. Cada cual ha encendido su propio horno, fundido su oro o desnudado su alma. Haced un esfuerzo por recordar, estamos aún en la feria.

—¿Estamos muertos? —se interesó Samuel.

—Sí. Algunas cosas no se pueden cambiar. Sin embargo, no sufras. Todo tiene solución.

Isabela temblaba.

—Entonces… ¿Esto no es el infierno?

—No, Isabela. No hay ningún infierno. Solo el que traigas dentro.

Un silencio reverente siguió a sus palabras. Samuel y Lucía se miraron, todavía asidos de la mano, todavía intentando creerse vivos.

—¿Y tú? —preguntó Lucía, con la voz quebrada—. ¿Eres Lucifer, verdad?

Luc bajó la cabeza. Su sombra se estiró sobre el vacío como un río oscuro.

—Ya me reconociste antes. Tu alma es la más sensible.

Cuando la explosión se tragó el edificio, os traje aquí. Me ocupé de encontraros. Muchas almas se autodestruyen sin control cuando la gente muere.

Las chispas se estremecieron. Mateo quiso acercarse, pero su cuerpo ya no respondía. De hecho, no tenía cuerpo. El Amo Luc continuó.

—He venido a evitar que desaparezcáis por completo. Cuando un alma se consume, desaparece. No hay castigo ni gloria, solo el olvido. No hay juicio final.

—¿Entonces por qué desaparecemos? —intervino Samuel.

—El miedo que aparece cuando disfrutáis de vuestros pecados es lo que os consume. La educación os ha enseñado lo que está mal. En el preciso instante en que la intuición o conciencia os enseña lo malos que sois, es el momento en que se hacen superlativos vuestros miedos y os devoran.

—¿Y qué podemos hacer? —dijo Mateo, más calmado.

—Tenéis que dejar de tener miedo. Aquí no hay pecados, no hay cosas buenas ni malas, no hay nada. En cuanto soltéis esa carga, podréis renacer en alguien nuevo. Yo… quiero ver en qué os convertís.

—¿Aunque seamos peores? —preguntó Isabela, con una ternura que no había mostrado antes en su carácter.

—Especialmente si sois peores. Lo malo también enseña a la existencia a reconocerse. El equilibrio necesita ambas cosas. Yo no juzgo, solo observo. Tú ya estás evolucionando a otra cosa —respondió Luc sin dudar, mientras del banco del valor universal solo quedaba un polvo difuso.

Mateo vio su restaurante convertirse en humo; el gimnasio de Samuel y los pétalos de Lucía se fundieron a negro como una canción que se termina. Estaban comprendiendo. Suspendidos junto a Luc, flotando, desnudos, pero sin que importara, solo cuatro luces brillando, ahora de nuevo con fuerza, listas para un nuevo comienzo.

Él levantó las manos y las reunió en su pecho. Las cuatro luces se acercaron. En su interior ardía una claridad cálida, sin juicio. Una promesa. Energía pura e incondicional.

—Id —susurró—. Que vuestras luces encuentren nuevos ojos y oídos. No recordarán, pero yo sí. Y cuando vuelva a veros, quizás me reconozcáis también. Sabed que os cuidaré en el albor de vuestro nuevo génesis.

El vacío vibró. Las chispas se elevaron como luciérnagas en un campo sin nombre… y desaparecieron en una segunda explosión que las llevó lejos. Cuando el último destello estaba demasiado lejano para apreciar su luz, el Amo Luc quedó solo, contemplando el residuo de lo que había amado, con una lágrima por lo que termina y una sonrisa por lo que comienza.

—El día que aprendan a curar bien las cicatrices, no se acordarán más del infierno —murmuró. Se dio media vuelta y comenzó a caminar. El vacío se cerró detrás de él, como el telón que cae tras la última función.


Descubre más desde La Hechicera Rubia

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Entradas relacionadas

6 comentarios

  1. Epic ending , Amo Luz!! 🔥
    Sensual, oscuro y lúcido: puro pacto entre deseo y miedo.
    He sentido que el infierno huela a piel y a verdad.
    Y ese Lucifer que no castiga, sino comprende… delicioso.
    Más que maldad, aquí hay lucidez , y eso, quema más que el fuego.
    Espectacular cierre de esta historia!! Me ha encantado!! 🤩

    1. ¡Qué bien que os guste, Arancha! Así puedo ayudar más veces a la Hechicera Rubia, que no puede cargar sobre sus espaldas con el peso del mundo.
      No sabía si os parecería bien el final, pues he copiado de ella que los finales de las historias deben ser bonitos. Para feas, las cosas que muchas veces trae la vida.

      Lo de que Luc sea bueno o malo, es cuestión de interpretaciones. Sé que la gente espera que sea malo, pero los demonios antes eramos ángeles, solo que no estaban de acuerdo con el jefe.

      Un día vi en las noticias una ciudad de China con 14 millones de habitantes en toque de queda por un virus, mientras comía con los compañeros. Dije «esto llegará aquí» y se rieron de mí. Luego llegó. No me gustó que nos confinaran. No estuve de acuerdo. Luego yo si era esencial, tenía que currar por dos o tres, tampoco estuve de acuerdo. Y los desacuerdos así son leves, hay cosas mucho más serias.

      ¿Estás tú siempre de acuerdo con los que te mandan?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *