Los círculos hambrientos del alma, parte II

Los círculos hambrientos del alma. Parte II.

Isabela se encontró en una sala blanca, sin puertas, llena de destellos dorados que parecían flotar en el aire: reflejos del oro puro que lo cubría todo. Se dio cuenta enseguida. La avaricia la había convertido en algo parecido a Tío Gilito. Incluso tenía una piscina de oro en su cámara acorazada, replicando aquella idea ingenua de Walt Disney de nadar en el precioso metal, aunque la suya estaba llena de pepitas en lugar de monedas. No pudo nadar allí. Como ella misma explicaba, siempre con la mirada baja, el oro es demasiado denso:
—Sencillamente, ni siquiera te hundes —creyó decir, recordando mientras sonreía a media asta.

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Capítulo II: El Banco del Valor Universal

El recuerdo se disolvió al instante. Estaba en una cámara acorazada, sí, pero no la suya. Aquí sí había monedas. Monedas de oro puro. Cogió una. Tenía una cara dibujada, con los ojos cerrados. Parecía una cara conocida, pero la memoria le fallaba.

Agarró un puñado: todas eran distintas caras. Todas le resultaban familiares. Todas con los ojos cerrados. De repente, una moneda abrió los ojos y dijo:

—Tú no vales nada.

Las demás comenzaron a abrir los ojos y a gritar:

—¡Me lo quitaste todo! Ahora no vales nada.
—Todo lo querías y nada tienes.
—No vales nada.

Asustada, las dejó caer. Los gritos seguían.

—No vales nada.
—Tú no vales nada.
—Isabela, no vales nada.

Miles de monedas, millones, gritando, saltando, con caras que sobresalían del metal. Isabela gritó. Gritó tanto como pudo.

Sus lamentos se mezclaban con los de las monedas, que parecían ahogarse. El oro se estaba derritiendo; cuanto más chillaban, más se deshacían. Pronto, el líquido dorado comenzó a cubrirlo todo.

Buscó algo a lo que asirse, pero no había nada que no fuese de oro. Se subió a una estatua dorada de Buda que aún estaba bastante entera. La estatua empezó a gritar:

—No vales nada, Isabela.

La estatua abrió las manos, haciendo que la chica cayera de espaldas a la piscina. La estatua también se desequilibró, con su base ya fundida, mientras gritaba:

—Nada aquí, Isabela. No vales nada. Aquí sí te hundes. Nada.

Pero no podía nadar; el oro ya la cubría casi por completo. Empujándose con lo que encontraba bajo sus pies, pedía ayuda a gritos. Cada vez más débil, escupía oro con cada aliento.

De repente, una puerta se abrió.

—Isabela, la estaba esperando. Espero que nuestras reservas no le hayan provocado ningún malestar. A veces son un poco traviesas —dijo un hombre alto, oscuro, como una sombra, mirándola desde lo que parecía ser la salida, en lo alto de la cámara, con una voz que parecía salir del mismo infierno.

—Yo… iba a morir ahogada por el oro…

—Eso no puede pasar —respondió aquel ser extraño con una sonrisa afable—. Aquí nadie está vivo. Venga por aquí, hay una escalera.

Las monedas volvían a ser monedas. En un lado tenían una cara con los ojos cerrados. Le dio la vuelta a una: la otra cara no tenía nada, ni siquiera un valor grabado. Con esfuerzo se subió por encima del montón que la cubría y se dirigió a la escalera.

—Bienvenida, señora Isabela. Su cuenta ha sido transferida —dijo con voz solemne—, conforme a sus deseos.

Isabela frunció el ceño.

—¿Transferida? ¿A dónde? ¿Le conozco? Su voz…

—Al lugar donde el valor nunca muere.

—¿Mi oro es lo que había en la cámara? —preguntó—. Tuve miedo… pensé que desaparecería sin más, sin que nadie supiese siquiera que estaba ahí.

—Tenga cuidado. Los miedos son peligrosos aquí. No hay nada que los detenga.

Sobre el mostrador apareció un contrato. Era enorme, de un papel que parecía piel humana, con letras que se movían como si latieran, como larvas que conocen su destino recogidas en un nido de pájaros antes de ser devoradas.

Su nombre aparecía en lo alto, escrito con una tinta negra que se le antojó extraña. Las cifras eran colosales: trillones, cuatrillones, inimaginables. Sintió un escalofrío de placer.

—Firme, por favor. Aquí será usted la jefa del Banco del Valor Universal.

Firmó, y mientras lo hacía sintió cómo algo la tasaba desde dentro, como si una fuerza estuviera calculando el precio exacto de su alma: un valor más en un mercado fluctuante.

El contrato absorbió la rúbrica en todas sus hojas, como si dejara de ser un ente inanimado. Las páginas se movían frenéticamente mientras gritaban “Isabela”. Algunas comenzaron a pegársele a la piel, cobrando vida. Las letras se le introducían bajo la dermis como lombrices calientes. Todo el contrato era una infección que se extendía como una marabunta, tatuando cada cláusula en su cuerpo. Cuando levantó la mirada, estaba sola. Joven, poderosa, sola. Y bella —desde su punto de vista—. Ella era el contrato.

En la mesa que presidía el entorno, la placa de nomenclatura tenía su nombre. Una placa hermosa, con letras grabadas en mármol negro y recubiertas de oro puro.

Una fila de personas vestidas de gris aguardaba ante ella. Parecían figuras de un museo, de distintas civilizaciones. Hablaban entre ellas, pero no avanzaban hacia su mesa. La ignoraban. Le pidió al primero que se acercara, pero no pareció escucharla.

—Soy Isabela, la jefa —gritó a los maniquíes de cera—. ¡Lo que tengáis que hacer aquí, ya me lo estáis diciendo!

Las figuras, antes inmóviles, empezaron a preguntarse entre ellas:

—¿Quién es Isabela?
—¿Isabela? No es nadie. ¿Qué hizo que debamos recordar?
—La gente viene y va. Será la chica de la limpieza.

Ella empezó a zarandearlas.

—¡Soy la directora! ¿Me oís?

Pero nadie la escuchaba. Las figuras se tornaban cenizas al agitarlas. Y tenían razón. ¿Qué había hecho ella que la hiciera memorable?

Ahora solo quedaban vacío y silencio.

No un silencio cómodo. No, no, ese tipo de silencio no.

Era el silencio del monumento que nadie visita, salvo las palomas que lo usan de retrete. El de las oficinas quemadas, donde la fotocopiadora imprimió su última página años atrás. El que atraviesa los huesos, pero se queda acongojando el corazón, sin esperanzas de cambio.

“Por lo menos tengo un contrato”, pensó. “Soy el contrato, de hecho”.

Se miró las manos. Ya no estaban los tatuajes. Se acercó a las paredes cubiertas de espejos. Cada espejo la reflejaba de una forma. En algunos se veía hermosa, radiante; en otros, vieja y marchita, con los ojos hundidos y las manos temblorosas.

Pero no se veía ni una letra. Su piel estaba limpia. Se arrancó la ropa. Entonces vio cómo los tatuajes del contrato se movían bajo la piel, como larvas buscando salir.

Una subió por su cuello y se abrió paso hasta la boca, gritando:

—Los intereses de demora abusivos no están sujetos a verificación por terceros.

Y salió en una bocanada de sangre del color del oro puro que empañó la superficie del espejo, deslizándose hacia el suelo hasta transformarse en algo más oscuro.

Todos encontraban un agujero por el que salir de su cuerpo. Al final, solo quedó un charco de sangre bajo sus pies, creciendo: sangre negra, oxidada, corrompida. Una amalgama de podredumbre que se solidificaba lentamente, entre espumas tóxicas y mensajes hirientes.

Intentó no mirarse, alejarse, pero sus reflejos la seguían. Cada imagen tardaba un segundo más que ella, como si preparara la jugada. Los espejos le devolvían las peores escenas de su vida. Cada momento de angustia estaba allí, listo para ser reflejado. Y cada reflejo se estiraba para arrancarle un trozo de piel. Un dedo, un fragmento de pecho, una oreja.

Corrió, corrió cuanto pudo. Intentó escapar de sus imágenes. Tras de sí, cada huella de su sangre en el suelo se desvanecía. Cada paso borraba el anterior, como si su recuerdo ya no fuese tolerado. Isabela tenía miedo, sí. Pero, sobre todo, sentía un vacío más antiguo que el pecado de la ambición: la certeza de convertirse en invisible, sin huella ni epitafio.

Tenía que salir de allí, lo que quedase de ella. Las zancadas no le permitían avanzar con normalidad. Si hubiese estado soñando, al forzar el paso se habría despertado. No fue así. Con desesperación, se batió en duelo consigo misma hasta que consiguió salir a ningún sitio.

Sin más que hacer, se puso a caminar sin rumbo. Sin pensar, sin hacer, sin desear. Solo andar, hasta que el suelo dejó de reconocer sus pasos.


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8 comentarios

    1. ¡¡¡Ohhh, gran amo Luc, soberano de las sombras y guardián del caos infernal!!!… La Hechicera Rubia ha consultado sus cristales de luna, y las estrellas susurran que este fin de semana los portales del destino estarán abiertos para que pongas tu próxima entrada. Acuérdate de limpiar el infierno, que tus demonios en mi última visita dejaron unos brillitos raros en los pasillos, y los calderos olían a azufre rancio… y así esta hechicera, es imposible que baje a visitarte en el averno.

      1. Los demonios, en general, huelen mal.
        Si alguna vez has estado en una matanza de gorrinos en un pueblo, habrás notado que el humo se queda pegado a la piel, con el olor a pelo de cerdo socarrado, con el olor de la madera quedada, y hasta con el olor a plástico quemado de algún insensato que se ha acercado demasiado al fuego llevando un polar como chaqueta.
        Ese olor se transfiere. Como dicen los de C.S.I. en las series policiacas. Se aprecian restos de distintas sustancias.
        Antes los policías decían «huele a rata», pero los tiempos cambian.
        Yo intento oler bien, aunque me cueste.

  1. Brillante jugada, Amo Luc!!
    Me has hecho sentir que la codicia parezca arte contemporáneo.
    Es curioso, porque a veces el infierno, no está abajo, sino detrás de un mostrador.
    Muy buen relato !! Aunque sospecho que ni a ti te gustaría que el oro gritara tanto!!
    Me alegra ver que siguen las ganas de escribir, eso es siempre buena señal. 🎃😈

    1. Supongo, Arancha, que te refieres a la forma en la que las claúsulas del contrato encuentran su lugar en Isabela. Me gusta la relación que has encontrado entre el arte y el resultado de ese proceso.
      Me alegra que te haya gustado.
      Muy cierto que no es agradable que el oro te grite, pero también gritan los gorrinos cuando los matamos en el pueblo y bien que nos los comemos después.
      Muchas gracias por tu comentario.

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