Los círculos hambrientos del alma

Los círculos hambrientos del alma. Parte I.

¡Saludos, mortales curiosos!

Yo, la Hechicera Rubia, os traigo susurros del más allá…

Desde las profundidades del abismo, el Amo Luc desciende una vez más a los infiernos, trayendo consigo historias que hielan la sangre y encienden el alma.

Preparad vuestras almas, encended las velas y cerrad bien las puertas… porque lo que está por venir no pertenece a este mundo.

Hoy, las sombras tienen voz… y vienen a contarnos sus secretos.

Escucha las historias de miedo en vez de leerlas

Te lo recomienda la hechicera rubia

Los círculos hambrientos del alma

Son unos instantes, lo hemos oído tantas veces. Toda la vida pasando por delante de tus ojos, y luego ya nada. No hay luz, no hay sonido, no hay nada. Se acaba. Todo lo que te has esforzado, todo lo que has conseguido, todo, todo perdido.

Solo queda un poco de tristeza, o mucha, depende de quién has sido para los demás. Pero eso también se pierde. Se diluye en el tiempo hasta que solo es un recuerdo lejano. Tras esos instantes de extrema lucidez puedes contar que todo ha terminado.

Claro, eso contando que no crees.

Luego están los que creen, por ejemplo, los lamas, que se reencarnan en alguien que esté cerca del difunto. El almacén de almas no llega a recuperar esa energía. Como cada vez somos más en el mundo, siempre hay un nuevo cuerpo necesita esa alma. ¿O no? Al final, de la muerte no sabemos nada.

Pero cuando a alguien lo reaniman con palas, incluso aunque sea no creyente, pertenezca a la civilización que pertenezca, del hemisferio sur o del norte, venga de donde venga, explica siempre lo mismo.

Tus seres queridos te esperan al final de un túnel, una salida que da paz, que reconforta. Y cuando no toman esa salida, porque les están reanimando, se ven fuera del cuerpo. Recuerdan dónde les han devuelto la vida, incluso aunque no hayan estado conscientes mientras eso sucedía.

Y esto, cuando lo escuchas, te da escalofríos.

Entonces hay una chispa, la chispa es el alma, lo que no hemos podido explicar.

Los que os sintáis incómodos con la religión, llamadla conciencia.

La conciencia no muere.

Prólogo: la chispa que no se agota

Cuatro de esas chispas flotaron, suspendidas entre el último latido y el olvido. Cuatro almas confundidas en el vacío del desconocimiento más profundo. Mateo, Isabela, Samuel y Lucía. No era un sitio conocido.

El miedo y el dolor no estaban con ellos, extrañamente. Alguno pensó que quizás el dolor es algo del cuerpo, un cuerpo que había quedado atrás. Habían dejado atrás algo esencial; la sensación de pérdida era desgarradora y, sin embargo, eran libres y conscientes. Ahora eran bebés explorando el nuevo entorno, un entorno estático. El tiempo no parecía tener ningún efecto. Todo estaba suspendido, luminoso, perfecto. La muerte —pensaron— no era tan terrible después de todo.

Para todos, la muerte parecía algo lejano. Eso fue lo primero que empezó a evolucionar, el olvido del evento catastrófico. Ninguno se preguntó cómo había llegado allí. Solo sentían el alivio cálido, casi placentero, del cambio que llegaba a su fin.

Hasta que lo notaron

Mateo fue el primero en abrir los ojos. Olió el pan recién hecho, escuchó los ruidos de decenas de cubiertos y platos, notó la humedad del vapor de las ollas. No cabía duda, estaba en el cielo. Poco le había importado al Divino todo lo que había derrochado para deleite suyo y de unos pocos clientes de alta alcurnia, mientras otros morían de hambre. Tampoco le había importado que su gula le hubiese llevado al instante final a una edad tan temprana. Ahora ya no notaba sobrepeso. “Si hay cocina, hay comida”.

Capítulo I: El Evangelio según San Mateo.

Al principio no había más que niebla. Una niebla tibia, progresivamente menos densa, con aroma de pan tostado y madera húmeda.

Mateo caminó sin rumbo. Estaba en una cocina, o eso le parecía, pero no conocía el lugar. No estaba seguro de nada. En un brote de genialidad, se dirigió afuera y miró hacia arriba. Un resplandor rojo neón palpitaba al ritmo de un corazón enfermo, con ritmo decadente y desenfadado. El cartel rezaba “El Evangelio según San Mateo”.

“¡Qué nombre para un restaurante! ¡Qué hambre tengo! ¿Cómo puedo tener hambre si me he muerto?”. Sentía un hambre profunda, como un agujero que crecía y crecía, un agujero negro que todo lo consume.

Empujó la puerta.

Él era el jefe. Lo supo enseguida.

Tras la puerta estaban los delantales. Se colocó uno. No, se colocó el de las tres bandas azules. “La gente tiene que saber quién es el jefe”. Todos los demás eran completamente blancos.

Necesitaba comer algo; si no, iba a morir de nuevo.

No lo pensó; después de toda una vida, el instinto puede más que el cerebro.

Encendió los fogones, afiló los cuchillos, templó los filos, sacó los alimentos de la cámara. Parecía la cocina de “El Resplandor”. Frutas y verduras, cajas de hortalizas, bandejas de huevos, carnes y pescados, incluso postres dulces y, mientras movía los ingredientes a las mesas de preparación, había visto una bodega impresionante.

Cortó, sofrió, batió. El aceite siseó con vida propia. Parecía que los elementos cocinaran a la voluntad de sus pensamientos. El fuego le obedecía.

De hecho, le pareció que todo era autónomo. Por cada intención suya, observaba que algo, misteriosamente, realizaba la acción. “Esto de morirse le pone a uno extrañamente creativo… y hambriento; menuda imaginación tengo, y qué dolor de barriga”.

Pero entonces un hedor leve, ajeno, le alertó. Era carne podrida. Podría distinguir esa peste hasta en el infierno.

Sobre la encimera, uno de los trozos de carne se había vuelto gris. Tenía un borde verdoso, el corte lleno de puntitos blancos y un hilo de sangre que caía hasta el suelo, oscuro, casi negro.

Retiró la pieza entera, empujándola con el cuchillo a uno de los cubos de basura, con la calma de un profesional y el estómago contraído.

La siguiente pieza también empezaba a coger mal aspecto. Todas las piezas. Costillares enteros, lomos, entrecots, hasta jamones curados. Nada parecía durar más de unos instantes.

Además, la fruta estaba igual. “Una manzana podrida pudre a la de al lado, pero aquí están todas podridas”, pensó recordando su infancia de pobreza, cuando para comer tenía que recorrer los cubos de basura del mercado donde los fruteros y demás comerciantes tiraban sus sobras.

Recordó esos tiempos en los que nada estaba garantizado, en los que no sabía si conseguiría comida, en los que no sabía si la comida conseguida estaba lo suficientemente fresca para no hacerle enfermar.

El hambre volvió más fuerte. Y ese olor. Iba a vomitar con la peste de las cebollas descompuestas. Tapó un cubo con lo peor. La acidez estaba matándolo. Tenía que ingerir algo urgente. Los platos que estaba preparando estaban casi perfectos. Iba a devorar uno urgentemente…

Ding, ding, ding.

Había un cliente.

Mateo salió al comedor. En el fondo había una figura, o eso le pareció, esforzándose por distinguir algo en aquella penumbra. No conseguía distinguir ningún rostro. Entonces oyó una voz, suave, neutra:

—El plato del día, chef.

—Sí —respondió Mateo, de repente más consciente y determinado—. Enseguida.

Volvió a la cocina.

La carne estaba completamente podrida. Al intentar deshacerse de ella con las manos, sucedió algo increíble. Al tocarla, la carne volvía a estar bien. Y las frutas, las hortalizas… los filetes se alisaban, tiernos, recuperando el brillo y color. La fruta relucía, las hortalizas turgentes parecían recién cortadas.

El hedor desaparecía.

Todo volvía a ser fresco, perfecto.

La cocina vivía de nuevo a su tacto. “Soy el rey Midas de la cocina. Todo lo que toco lo convierto en bueno”. Se olvidó un poco de su hambre y sonrió. “He comido tanta basura, pero eso… fue hace una vida”.

Sonrió con la ocurrencia y se puso a preparar el plato con una precisión religiosa. Luego lo colocó en una bandeja de plata y lo llevó al comedor.

—Voilà, monsieur, bon appétit.

El comensal se inclinó hacia el plato. Mateo no vio su rostro, solo el vapor que ascendía.

Entonces regresó el olor.

Podredumbre pura.

El plato burbujeaba levemente. Dentro, algo se movía.

Era carne, sí… pero…

Había un lunar en un pedazo de piel que reconoció.

Un trozo de su cara.

Mateo retrocedió, tropezando con una silla.

El cliente levantó la cabeza.

—Perfecto, chef, excelente. Exactamente como a mí me gusta —dijo sonriendo, con una mueca enigmática.

Mateo quiso gritar, pero el aire se espesó en su garganta.

El hambre, aquella que lo había acompañado desde el principio, se desató con violencia.

Sintió la necesidad brutal de probar ese plato, de saborearse, de devorarse.

Se lanzó sobre la bandeja, temblando, sin control.

El sabor era cálido, intenso, humano.

Lloró. Rio. Comió.

Cada bocado trajo un dolor inmenso, inimaginable, como el ansia que le impulsaba a seguir devorando aquel manjar.

El cliente, en una calma sobrenatural, lo observaba desde su asiento.

También lo vio alejarse, tambaleándose, atravesando las puertas batientes de la cocina.

La música empezó a sonar. Fuerte, más fuerte.

Las luces se encendieron.

De la cocina llegaban otra vez sonidos de actividad frenética. Por fin todo funcionaba en perfecta armonía.

En el comedor no había nadie.


Descubre más desde La Hechicera Rubia

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Entradas relacionadas

4 comentarios

  1. Wow Amo Luc!!
    Los círculos hambrientos del alma suena a castigo divino servido en bandeja de plata. Brilla con esa chispa luciferina que hace que la belleza y la condena se confundan. ✨
    Ha sido poético, inquietante y deliciosamente perverso.
    Me has arrastrado al infierno más elegante.
    Veo que da para mucho más, así que espero con ansias tu próximo escrito!! 💀🎃

    1. La próxima parte llegará en nada. Hay que dar tiempo a que los ávidos lectores digieran la primera, no tengamos otra Pesadilla en la Cocina.

      Me alegro que te haya gustado, muchas gracias.

      En breve nos llega Isabela, del clan de los BlackRock… la última vez que se la vió viva llevaba un collar de diamantes.

      En otro lugar, la estaba esperando.

  2. Me ha gustado mucho esta primera parte. La idea de que los vicios y deseos del alma continúan más allá de la muerte está muy bien transmitida. Esperando la siguiente parte con ganas

    1. Así es. Sin hacer spoiler de lo que vendrá después, el pecado capital principal se manifiesta en cada alma que, sin el cuerpo, no tiene límites. Tampoco tienen límites sus miedos. Por eso, se establecen esos círculos viciosos de autodestrucción.
      La segunda parte ya la tienes disponible. El servicio de Spotify me ha hecho pensar que no, que estaba fallando hasta el blog entero, pero no. Está totalmente disponible.
      Disfruta de Isabela, con su pecado de la avaricia y su miedo a ser insignificante, una mota de polvo más en la infinita historia de la humanidad.
      Gracias por tu comentario.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *