En este blog, tu Hechicera Rubia quiere anticiparse a Halloween. Es mi fiesta favorita y, a lo largo de estas semanas, os deleitaré con algunas historias de miedo, antes de la Noche de Brujas en la que volaré con mi escoba a la fiesta oficial. Espero que disfrutéis y os muráis de miedo, ja, ja, ja.
El guardián del hotel San Benito
Por La Hechicera Rubia
Capítulo I
Dicen que hay trabajos que nadie quiere, que desconfían porque las ofertas parecen demasiado buenas para ser verdad y que, cuando la oscuridad pone el precio, nunca termina siendo una cuestión de dinero.
Aquel hombre se llamaba Raúl Mena, un guardia de seguridad de esos que viven al día, cambiando de turno, durmiendo en sofás prestados, sobreviviendo a base de café barato y promesas vacías.
Esa noche despertó sobresaltado en su sillón raído, en un piso que apenas recordaba haber alquilado. Había una nota amarilla en la mesa y un sobre abultado junto a ella.
8,500 euros por una sola noche.
Turno: 22.00 a 6.00
Lugar: Hotel San Benito, en El Picazo.
No hagas preguntas, solo sigue las instrucciones. El resto del pago será en efectivo al amanecer.
Raúl leyó la carta tres veces. ¿Estaba borracho o el dinero que ofrecían era demasiado? Y luego esas palabras plasmadas en el papel… demasiado frías.
Debajo, en letra pequeña, venía una lista de reglas escritas con tinta desvaída:
- Regla 1: NO USES EL ASCENSOR. Si se abre solo, no mires adentro.
- Regla 2: A las 22:34, pasa por el salón de eventos. Si escuchas música de violines y piano o voces, NO ENTRES. Apaga la luz y sigue caminando como si no fuera contigo.
- Regla 3: La habitación 407 debe permanecer cerrada. Si está entreabierta, ciérrala sin mirar.
- Regla 4: A las 23:54 toca tres veces la campanilla del vestíbulo. Si alguien responde, no contestes. Toca tres veces más y vete al comedor.
- Regla 5: Entre las 3:00 y las 4:00, nunca mires por las ventanas del tercer piso. Las figuras de afuera no deben saber que los vistes.
- Regla 6: Si el teléfono suena a las 04:04, no contestes. Desconéctalo sin hablar.
- Regla 7: A las 5:50 enciende todas las luces del vestíbulo y di en voz alta:
“Turno finalizado”
Mira al espejo. Si ves algo más que tu propio reflejo, corre… NO MIRES ATRÁS.
Raúl tragó saliva. Parecía una broma. ¿Quién le había dejado ese sobre allí?
Se lavó la cara y se pellizcó dos veces para comprobar si estaba soñando. Los billetes del sobre eran reales, gruesos, con ese olor a tinta y a promesa.
Y él, Raúl Mena, necesitaba el dinero. Solo eran 8 horas en ese hotel, ¿qué podía suceder?
Capítulo II
El hotel de San Benito estaba a las afueras de un pueblo pequeño, en la localización del Picazo, en Cuenca. Cubierto de maleza, con carteles oxidados que rezaban “Cerrado por reformas” desde hacía décadas.
Una verja vieja se abrió sola con un quejido metálico cuando Raúl la empujó.
Dentro, el aire olía a polvo y a madera húmeda. El reloj del vestíbulo marcaba las 22:00 exactas cuando cruzó la puerta.
—Solo una noche —murmuró—. Solo una maldita noche.
Encendió la linterna. La luz tembló sobre retratos antiguos y alfombras carcomidas.
El silencio era espeso, como si el edificio respirara por sí mismo.
Subió las escaleras, obedeciendo la primera regla, y se instaló tras el mostrador.
El teléfono, polvoriento, estaba desconectado.
Sobre la campanilla del mostrador, alguien había grabado con un punzón una única palabra:
“DESPIERTA”
CAPÍTULO III
A las 22:34, Raúl pasó frente al salón de eventos. La puerta estaba entreabierta. Del interior salía un leve murmullo… como música antigua, un vals lento, arrastrado: un, dos, tres… un, dos, tres… Se le heló la sangre. Esa noche no estaba solo.
La regla dos. Apagó la luz del pasillo y siguió caminando sin mirar adentro. Sin embargo, al pasar junto al marco, algo —una ráfaga helada, un susurro— le rozó la nuca. Giró la cabeza un grado, ¡solo un grado! Solo vio oscuridad, una espesa negrura.
Cuando llegó al vestíbulo, el eco de la música vibraba en los cristales.
Capítulo IV
A las 23:54 consultó el reloj y recordó la regla cuatro: la campanilla.
La tocó tres veces. El sonido metálico retumbó por los pasillos vacíos:
Ding, ding, ding.
Silencio espeso.
Entonces, una voz ronca, lejana, contestó desde algún lugar del edificio:
—Buenas noches, Raúl.
Se le heló la sangre.
El sobre no decía su nombre; nadie debía saberlo.
Con las manos temblorosas, volvió a tocar tres veces, tal como ordenaba la regla.
El sonido pareció arrastrarse como una respiración. Raúl dio un paso atrás y se marchó hacia el comedor sin volver la mirada, aunque sobre sus hombros algo le pesaba.
El reloj del comedor marcaba la 1:00. La noche se le estaba haciendo interminable. Las paredes crujían, los cuadros parecían seguirlo con la mirada, y cada sombra tenía forma de alguien que acababa de marcharse.
Capítulo V
A las 3:10, mientras patrullaba el tercer piso, pasó junto a una hilera de ventanas. La tentación le golpeó fuerte: deseaba mirar. Solo una mirada rápida, nada más.
Pero recordó la regla. Recordó la historia bíblica de la mujer de Lot, que a pesar de que le dijeron que no importaba lo que escuchase, no debía volver la cabeza hacia atrás, no hizo caso y miró. En el momento, se convirtió en estatua de sal para la eternidad.
Así que se resistió y quiso seguir hacia delante, pero algo le obligó a mirar.
El reflejo de la luna se movía extrañamente, como si hubiese algo frente a la fachada. Miró y los vio. Allí estaban las figuras. Decenas de ellos, quietos en medio del jardín, mirando hacia arriba. Rostros borrosos, pálidos, sin ojos.
Una levantó la mano lentamente, señalándolo.
Raúl se apartó de golpe, con el corazón a punto de estallar, apagó la linterna y se pegó a la pared. Desde fuera, como un murmullo en coro, escuchó:
—Ahora sabe.
Corrió, corrió sin parar por esos pasillos forrados con moqueta mohosa, tropezando con los jirones como si fueran garras que lo atrapaban.
Capítulo VI
A las 4:04 el teléfono del vestíbulo sonó. Un timbre seco, insistente, imposible. El aparato estaba desconectado. Raúl se acercó con cuidado. El cable estaba cortado. Aún así, el auricular vibraba sin parar.
—No… —susurró con mucho nerviosismo—. No voy a hacerlo.
Pero, de pronto, el sonido creció, más fuerte, más cerca, hasta que el aire mismo parecía gritar.
Raúl tapó el auricular con la mano, lo levantó y, sin hablar, lo tiró al suelo. El teléfono se quebró en dos y el sonido paró.
Del otro lado, justo antes del sofocante silencio, juraría haber oído una voz idéntica a la suya decir:
—Te quedaaa pocooo…
Capítulo VII
A las 5:50, con el corazón desbocado y las manos temblorosas, encendió todas las luces del vestíbulo.
La electricidad chispeó, parpadeó, pero las bombillas respondieron.
Se acercó al espejo del fondo, recordando la última regla:
—Turno finalizado —dijo en voz alta, intentando sonar firme.
Su reflejo lo imitó.
Pero un segundo después, sonrió, y él NO.
Raúl dio un paso atrás.
—No, no…
En el reflejo, su otro “yo” levantó la mano lentamente y tocó la campanilla.
Ding, ding, ding
El sonido llenó el aire y, de repente, todas las luces se apagaron.
Oscuridad total.
Un frío antinatural le subió por la espalda y el espejo —ya no espejo— empezó a brillar con una luz tenue, como una ventana hacia otro lugar.
Dentro vio el vestíbulo del hotel… igual que ahora. Solo que detrás del mostrador, de pie, estaba ÉL MISMO.
Con uniforme, con la mirada vacía, tocando la campanilla una y otra vez.
Ding, ding, ding
—No, no puede ser… —murmuró Raúl— y entonces lo recordó. Un fogonazo. El sonido de un ascensor. Un grito. La caída.
Él ya había estado allí antes.
El reloj marcó las 6:00 y, como decía la nota, alguien apareció.
El portero, un anciano con traje negro, lo miró desde la puerta y asintió.
—Buen trabajo, guardia —le tendió un sobre—. Su pago.
Raúl lo tomó con las manos temblorosas. Al abrirlo, no había dinero. Solo una tarjeta amarilla que decía:
Turno confirmado. Nos vemos mañana a las 22:00.
Cuando levantó la vista, el portero ya no estaba. Solo quedaba el eco lejano de la campanilla…
Ding, ding, ding
Raúl miró alrededor. El vestíbulo relucía. Los cuadros nuevos, el mármol pulido… el hotel estaba reformado. Brillante, mostrando esplendor… y vacío.
Y detrás del mostrador, el uniforme perfectamente planchado sobre su cuerpo. Entonces comprendió la VERDAD.
No estaba vigilando el hotel. Era parte de él. El guardia que siempre toca la campanilla, anunciando el inicio de otro turno que nunca termina.
Y así, mis queridos lectores y también mis queridos oyentes, como hechicera rubia, os doy un consejo:
Si alguna vez os hospedáis en el nuevo Hotel San Benito y escucháis una campanilla sonar tres veces a medianoche… no os acerquéis al vestíbulo.
Porque el guardia aún está allí, cumpliendo sus reglas, esperando el relevo que nunca llega.
Y si os ve… quizá el siguiente turno sea el vuestro.
Ding, ding, ding
Y esto os lo dice vuestra bruja de siempre, La Hechicera Rubia.
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Me ha encantado la historia. La ambientación del hotel y sus reglas misteriosas te atrapan desde principio a fin, y el giro del final es buenísimo. Escucharla en formato podcast le da un toque aún más escalofriante👻.Esperando con ganas tu próxima historia de Halloween. Muchas gracias Hechicera Rubia🎃🖤🎃
Con lectores como tú, esta hechicera Rubia, tiene chispa para seguir haciendo magia con su lápiz. Gracias por tu comentario.
¡Hechicera Rubia!
Acabo de leer El guardián del hotel San Benito y tengo que decirlo: ¡me ha dejado con los pelos de punta! La tensión, las reglas misteriosas, las figuras en el jardín y ese final con el espejo… ¡brutal!
Tu estilo es increíblemente visual y atrapante; casi podía escuchar los “ding, ding, ding” mientras leía. Entre susto y susto, me he sentido como un Pitufo Gruñón atrapado en tu hotel, ¡y eso es un cumplido enorme!
En serio, sabes crear miedo, suspense y atmósfera como nadie. ¡Bravo, bruja!
Ahhh..veo que mis susurros en la oscuridad han llegado a ti. Gracias, pitufito Gruñón, por adentrarte en mi historia y dejarme tus dulces palabras. NO todos se atreven a escuchar los ecos del miedo, pero tú lo hiciste… TURNO FINALIZADO. JAJAJA